Este epeo fue narrado por Manwel Longkomil, en 1970. Lo aprendió de su madre, cuando él tenía unos 12 años y todavía vivía en su comunidad natal.
Los cuentos de difuntos presentados presentan, explícita y directamente, muchos de los componentes formales del sistema mapuche de creencias sobre lo que les sucede a las personas después de la muerte. Estos componentes de superficie —que por obvios no necesitan ser repetidos— sugieren, en un nivel más abstracto, que los mapuches conciben la muerte no al modo europeo-occidental, como la negación de la vida, o como una disociación total entre el cuerpo y el alma, cada cual con su propio y separado destino: la corrupción del cuerpo y la vida eterna extraterrenal del alma. En la concepción mapuche subyacente a los epeo de difuntos, la muerte representa un cambio en algunos —y sólo algunos— de los aspectos de la naturaleza de la vida.
Al morir, los mapuches deben ir, en cuerpo y alma, al país de los muertos, pero éste pertenece todavía al orden natural: es una isla y se puede llegar andando al río que la separa del mundo de los vivos. Está al alcance de la vista y la voz de quien se aproxime a la orilla correspondiente a los vivos. Hay facilidades de trasbordo desde y hacia la isla: el río produce una discontinuidad entre ambos mundos, pero la canoa de trasbordo restablece el continuum. Los cuentos no contienen indicios de que la isla en cuestión sea un paraíso en el que se lleva una existencia idílica. Parece, más bien, una isla común y corriente, en la que hay aves y animales —nada hace pensar que no sean los mismos animales y aves que hay en la orilla de los vivientes— y en la que los difuntos llevan una vida "normal", con las necesidades naturales de alimentación, socialización, alcohol y sexo.
En principio, sólo los muertos tienen derecho a llegar a la isla de los difuntos, pero la vigilancia es tan débil, que con un poco de astucia es posible que un viviente ingrese subrepticiamente. Una vez en la isla, la presencia del intmso no es visible, lo que sugiere que nada hay en la apariencia física ni en el comportamiento que distinga a los vivos de los muertos. Por supuesto, la ley natural debe cumplirse, para lo cual, el hombre vivo debe regresar a la tierra y cumplir con lo prescrito, morir, para poder vivir por derecho propio en el país de los difuntos.
Una de las características de esa segunda vida que es la muerte mapuche, es la nocturnidad. El hombre vivo no puede mantener si multáneamente los dos órdenes de vida: la vida nocturna del difunto y la vida diurna del viviente. Adelgaza y enferma. Posiblemente se aburre de día, solo, rodeado de trozos de carbón. La doble situación es insostenible y debe finalizar: el hombre desea seguir junto a su mujer y se decide por la vida de los difuntos: regresa a la tierra y muere, con lo cual, la situación queda resuelta según el orden normal de las cosas.
Es inevitable la comparación entre el epeo mapuche del hombre que fue tras su mujer al país de los muertos y el mito de Orfeo. Hay inquietantes similitudes, incluso en detalles, como el río negro y el barquero con su canoa negra. Pero Orfeo es un griego, un indoeuropeo, emprendedor y agresivo, dispuesto a alterar la naturaleza de acuerdo con sus intereses. El quiere deshacer la muerte, traer a Eurídice de vuelta a la vida. Su acción está condenada al fracaso, porque la muerte es irreversible. Orfeo quiso alterar y cambiar el orden natural, y su conducta insensata e imprudente recibe el castigo de una muerte violenta —la suspensión antinatural de su propia vida. El Orfeo mapuche, en cambio, no quiere revertir la muerte de su mujer, sólo desea acompañarle en su nueva vida, y con su presencia allá, evitar que ella forme, en su nuevo mundo, pareja con otro hombre, lo que es de norma en el país de los difuntos. Cuando la experiencia le muestra que para ello debe morir, regresa a la tierra, donde su vida se consume gradualmente, de un modo acelerado tal vez, pero todavía natural. Su muerte no aparece como un castigo, sino como la legítima puerta de entrada hacia el lugar donde desea vivir.
— Adalberto Salas. El Mapuche o Araucano. Fonología, gramática y antología de cuentos. (1992: 261, 264-265)